1.

John caminaba bajo la lluvia sin paraguas. Las gotas comenzaban a recorrerle la mejilla y descendían por su cuello, colándose entre su gabardina. Sus agujereados zapatos por los que se filtraba el agua de cada charco que pisaba, parecían un par de peceras y los calcetines que forraban sus pies eran como esponjas frías que derramaban helado liquido a cada paso.

Después de atravesar el parque consiguió alcanzar un edificio y se metió bajo los pequeños huecos que había, aún se mojaba, pero al menos ahí no estaba bajo la ducha natural por la que había caminado el último kilómetro.

Sacó su paquete de cigarrillos y sacó uno, el que menos mojado estaba. Después se metió la mano en el bolsillo en busca de las cerillas. Las sacó y comprobó lo que se temía, estaban caladas, se había convertido en un trasto inútil, treinta palos de madera con la punta roja que, al menos durante un par de días no volverían a encenderse.

Antes de guardárselas en el bolsillo echó una última mirada a la inscripción del hotel que decoraba la caja.

+ + +

Cuatro días antes descendía en un ascensor camino a la piscina del hotel. Llevaba puestas sus gafas de sol, unas sandalias, su traje de baño y una camisa con estampados de flores. Salió sonriendo, soberbio, con la toalla colgando de su hombro y un libro en la mano.

Caminó hasta la recepción y se detuvo a saludar a la recepcionista, María, una chica de apenas 21 años, morena de ojos verdes y con una sonrisa de dientes perfectos capaz de enamorar a cualquier hombre.

-Hola preciosa
-Hola señor Doe -dijo ella sin levantar la vista.
-¿Quieres venir a la piscina conmigo?
Ella le miró sonriendo -No gracias. No podría aunque quisiese
-Bueno... ¿y cuando podrías?
-Si quisiese ir a la piscina podría ir al terminar mi turno, dentro de un par de horas.
-Puedo esperarte allí.
-He dicho solo "si quisiese". No sea tan ingenuo para creer que quiero ir- Todo aquello lo dijo sin dejar de sonreír. Era imposible enfadarse con aquella sonrisa.

Unos clientes se acercaron al mostrador y ella comenzó a atenderles. Él la miró sonriendo, y mientras María lo miraba de reojo cogió una cajetilla de cerillas, se la metió en el bolsillo y se despidió con la mano.

+ + +

No paraba de llover y no parecía haber nadie a esas horas de la noche por aquella calle. Justo cuando estaba a punto de guardar su cigarrillo se escuchó el ruido de un motor. Aparentemente de la nada apareció un autobús amarillo de dos pisos, se detuvo frente a él y las puertas se abrieron.

Tardó un par de segundos en reaccionar. El autobús estaba allí, quieto, con las luces encendidas y las puertas abiertas. Se soltó un poco el nudo de su negra corbata y temeroso se acercó hasta él. Cuando llegó a la puerta observó al conductor, un hombre viejo y jorobado que llevaba unas enormes gafas de sol a pesar de la lluvia. Lo miró sonriente.

-Disculpe -comenzó a decir él- ¿A donde va este autobús?
-Eso depende -contestó el conductor. A pesar de que su voz sonaba aguda y vieja, su tono parecía tener una extraña vitalidad -¿A donde va usted?
-Bueno... -respondió dudando un segundo -Lo cierto es que no lo se.
-¿No lo sabe?
-No... Ni siquiera se bien donde estoy.
-Diantres... eso si que es algo extraño. No digo que la gente no sepa a donde va, eso es una duda común. Pero al menos normalmente saben donde están.
-¿Podría decirme usted donde estoy?
El viejo le sonrió mostrando sus pútridos dientes -Podría... claro... pero eso no solucionaría nada ¿verdad? Uno debe darse cuenta de donde se encuentra por si mismo. Al menos si tiene la intención de continuar avanzando. ¿No cree?

Cogió el cigarrillo que aún mantenía en la boca. No era capaz de entender nada de lo que estaba pasando.

-Bueno... no se quede ahí a la intemperie. Vamos. Tome asiento y relájese. Tal vez descubra donde está por el camino.

Las puertas se cerraron tras de si cuando entró y el autobús amarillo arrancó con el sonido de un motor viejo. Se asomó por el pasillo, sentados en diferentes asientos había solo tres personas. Una señora vestida de luto, un gigantesco hombre calvo que apenas cabía en su asiento y un niño. Caminó hasta uno de los asientos libres y se sentó.

Lanzó una ultima mirada a sus acompañantes. Solo el niño, sonriendo, le saludó con la mano.

El autobús volaba a través de los edificios a toda velocidad. John Doe, sentado en aquel extraño autobús doble se acurrucó en su gabardina y comenzó a mirar por la ventana. La ciudad parecía desierta. Sacó el mojado paquete de cigarrillos con la intención de guardar el que tenía en la mano. Antes de que pudiese hacer nada una mano delgada le extendió un mechero encendido.

Era la viuda. Ni siquiera se había dado cuenta de como había llegado hasta allí.

-Vaya... esto... gracias...

Se encendió el cigarrillo con una larga calada. La fina mano de la viuda cerró el encendedor y se lo extendió.

-Quédeselo... -dijo casi en un susurro.
-¿De verdad? Pues... supongo que gracias otra vez...

John se quedó observando la inscripción del mechero. Lo había visto antes.


Continuará....

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